viernes, 19 de octubre de 2012

IFAP: TEMA 4: LA PALABRA EN LA MISIÓN DE LA IGLESIA

TEMA 4: LA PALABRA EN LA MISIÓN DE LA IGLESIA

Objetivo:
“Experimentar que la misión de predicar la Palabra es consecuencia del encuentro con ésta”

“Vino a Nazará, donde se había criado, entró, según su costumbre, en la sinagoga el día de sábado, y se levantó para hacer la lectura. Le entregaron el volumen del profeta Isaías, desenrolló el volumen y halló el pasaje donde está escrito: “El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracias del Señor”. Enrolló el volumen, lo devolvió al ministro y se sentó. En la sinagoga todos los ojos estaban fijos en él. Comenzó, pues, a decirles: “Esta Escritura que acabáis de oír se ha cumplido hoy” (Lc 4, 16-21).

La misión de la Iglesia al comienzo de este nuevo milenio es nutrirse de la Palabra, para ser sierva de la Palabra en el empeño de la evangelización (RM 277-278).[1]
El anuncio del Evangelio es, sin lugar a dudas, la razón de ser de la Iglesia y de su misión. Esto implica que ella vive lo que predica. Ésta es la vía decisiva para que aparezca creíble aquello que proclama, a pesar de las debilidades y de la pobreza.

El pueblo de Israel, cuando respondía a la Palabra de Dios, decía:
 “Obedeceremos y haremos todo cuanto ha dicho Yahvé” (Ex 24, 7); también Jesús invitaba a esta respuesta a sus discípulos al concluir el Discurso de la Montaña (Cf Mt 7, 21-27).

El anuncio de la Palabra de Dios, en la escuela de Jesús, tiene como fuerza íntima y contenido el Reino de Dios (Cf Mc 1, 14-15). El Reino de Dios es la misma Persona de Jesús, que con las palabras y las obras ofrece a todos los hombres la salvación. Predicando a Jesucristo, la Iglesia participa, por lo tanto, en la construcción del Reino de Dios, ilumina el dinamismo de la semilla del Reino que germina (Cf Mc 4, 27) e invita a todos a recibirlo.

El ¡Ay de mí si no predico el Evangelio! (1 Cor 9, 16) de san Pablo resuena también hoy en la Iglesia con urgencia y es para todos los cristianos no una simple información, sino una llamada al servicio del Evangelio para el mundo. En efecto, como dice Jesús: “la mies es mucha” (Mt 9, 37) y diversificada: existen muchos que jamás han recibido el Evangelio y están a la espera del primer anuncio, especialmente en los continentes de África y de Asia; hay también otros que se han olvidado del Evangelio y esperan una nueva evangelización. Dar un testimonio claro y compartido sobre una vida, según la Palabra de Dios, atestiguada por Jesucristo, constituye un criterio indispensable para verifica la misión de la Iglesia.
                         
En el discurso conclusivo del Sínodo sobre la palabra escuchamos:

Los caminos de la Palabra: La Misión.

«Porque de Sión saldrá la Ley y de Jerusalén la palabra del Señor» (Is 2,3). La Palabra de Dios personificada "sale" de su casa, del templo, y se encamina a lo largo de los caminos del mundo para encontrar la gran peregrinación que los pueblos de la tierra han emprendido en la búsqueda de la verdad, de la justicia y de la paz. Existe, en efecto, también en la moderna ciudad secularizada, en sus plazas, y en sus calles - donde parecen reinar la incredulidad y la indiferencia, donde el mal parece prevalecer sobre el bien, creando la impresión de la victoria de Babilonia sobre Jerusalén - un deseo escondido, una esperanza germinal, una conmoción de esperanza. Come se lee en el libro del profeta Amos, «vienen días - dice Dios, el Señor - en los cuales enviaré hambre a la tierra. No de pan, ni sed de agua, sino de oír la Palabra de Dios» (8, 11). A esta hambre quiere responder la misión evangelizadora de la Iglesia.

Asi mismo Cristo resucitado lanza el llamado a los apóstoles, titubeantes para salir de las fronteras de su horizonte protegido: «Por tanto, id a todas las naciones, haced discípulos [...] y enseñadles a obedecer todo lo que os he mandado» (Mt 28, 19-20). La Biblia está llena de llamadas a "no callar", a "gritar con fuerza", a "anunciar la Palabra en el momento oportuno e importuno", a ser guardianes que rompen el silencio de la indiferencia. Los caminos que se abren frente a nosotros, hoy, no son únicamente los que recorrió san Pablo o los primeros evangelizadores y, detrás de ellos, todos los misioneros fueron al encuentro de la gente en tierras lejanas.

La comunicación extiende ahora una red que envuelve todo el mundo y el llamado de Cristo adquiere un nuevo significado: «Lo que yo les digo en la oscuridad, repítanlo en pleno día, y lo que escuchen al oído, proclámenlo desde lo alto de las casas» (Mt 10, 27). Ciertamente, la Palabra sagrada debe tener una primera transparencia y difusión por medio del texto impreso, con traducciones que respondan a la variedad de idiomas de nuestro planeta. Pero la voz de la Palabra divina debe resonar también a través de la radio, las autopistas de la información de Internet, los canales de difusión virtual on line, los CD, los DVD, los "ipods" (MP3) y otros; debe aparecer en las pantallas televisivas y cinematográficas, en la prensa, en los eventos culturales y sociales.

Esta nueva comunicación, comparándola con la tradicional, ha asumido una gramática expresiva específica y es necesario, por lo tanto, estar preparados no sólo en el plano técnico, sino también cultural para dicha empresa. En un tiempo dominado por la imagen, propuesta especialmente desde el medio hegemónico de la comunicación que es la televisión, es todavía significativo y sugestivo el modelo privilegiado por Cristo. Él recurría al símbolo, a la narración, al ejemplo, a la experiencia diaria, a la parábola: «Todo esto lo decía Jesús a la muchedumbre por medio de parábolas [...] y no les hablaba sin parábolas» (Mt 13, 3.34). Jesús en su anuncio del reino de Dios, nunca se dirigía a sus interlocutores con un lenguaje vago, abstracto y etéreo, sino que les conquistaba partiendo justamente de la tierra, donde apoyaban sus pies para conducirlos de lo cotidiano, a la revelación del reino de los cielos. Se vuelve entonces significativa la escena evocada por Juan: «Algunos quisieron prenderlo, pero ninguno le echó mano. Los guardias volvieron a los principales sacerdotes y a los fariseos. Y ellos les preguntaron: «Por qué no lo trajiste? Los guardias respondieron: "Jamás hombre alguno habló como este hombre"» (7, 44-46).

Cristo camina por las calles de nuestras ciudades y se detiene ante el umbral de nuestras casas: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa, cenaré con él y él conmigo» (Ap 3, 20). La familia, encerrada en su hogar, con sus alegrías y sus dramas, es un espacio fundamental en el que debe entrar la Palabra de Dios. La Biblia está llena de pequeñas y grandes historias familiares y el Salmista imagina con vivacidad el cuadro sereno de un padre sentado a la mesa, rodeado de su esposa, como una vid fecunda, y de sus hijos, como «brotes de olivo» (Sal 128). Los primeros cristianos celebraban la liturgia en lo cotidiano de una casa, así como Israel confiaba a la familia la celebración de la Pascua (cf. Ex 12, 21-27). La Palabra de Dios se transmite de una generación a otra, por lo que los padres se convierten en «los primeros predicadores de la fe» (LG 11). El Salmista también recordaba que «lo que hemos oído y aprendido, lo que nuestros padres nos contaron, no queremos ocultarlo a nuestros hijos, lo narraremos a la próxima generación: son las glorias del Señor y su poder, las maravillas que Él realizó;  y podrán contarlas a sus propios hijos» (Sal 78, 3-4.6).

Cada casa deberá, pues, tener su Biblia y custodiarla de modo concreto y digno, leerla y rezar con ella, mientras que la familia deberá proponer formas y modelos de educación orante, catequística y didáctica sobre el uso de las Escrituras, para que «jóvenes y doncellas también, los viejos junto con los niños» (Sal 148, 12) escuchen, comprendan, alaben y vivan la Palabra de Dios. En especial, las nuevas generaciones, los niños, los jóvenes, tendrán que ser los destinatarios de una pedagogía apropiada y específica, que los conduzca a experimentar el atractivo de la figura de Cristo, abriendo la puerta de su inteligencia y su corazón, a través del encuentro y el testimonio auténtico del adulto, la influencia positiva de los amigos y la gran familia de la comunidad eclesial.

Jesús, en la parábola del sembrador, nos recuerda que existen terrenos áridos, pedregosos y sofocados por los abrojos (cf. Mt 13, 3-7). Quien entra en las calles del mundo descubre también los bajos fondos donde anidan sufrimientos y pobreza, humillaciones y opresiones, marginación y miserias, enfermedades físicas, psíquicas y soledades. A menudo, las piedras de las calles están ensangrentadas por guerras y violencias, en los centros de poder la corrupción se reúne con la injusticia. Se alza el grito de los perseguidos por la fidelidad a su conciencia y su fe. Algunos se ven arrollados por la crisis existencial o su alma se ve privada de un significado que dé sentido y valor a la vida misma.

La Biblia, que propone precisamente una fe histórica y encarnada, representa incesantemente este inmenso grito de dolor que sube de la tierra hacia el cielo. Bastaría sólo con pensar en las páginas marcadas por la violencia y la opresión, en el grito áspero y continuado de Job, en las vehementes súplicas de los salmos, en la sutil crisis interior que recorre el alma del Eclesiastés, en las vigorosas denuncias proféticas contra las injusticias sociales. Además, se presenta sin atenuantes la condena del pecado radical, que aparece en todo su poder devastador desde los exordios de la humanidad en un texto fundamental del Génesis (c. 3). En efecto, el "misterio del pecado" está presente y actúa en la historia, pero es revelado por la Palabra de Dios que asegura en Cristo la victoria del bien sobre el mal.

Pero, sobre todo, en las Escrituras domina principalmente la figura de Cristo, que comienza su ministerio público precisamente con un anuncio de esperanza para los últimos de la tierra: «El Espíritu del Señor está sobre mí; porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor» (Lc 4, 18-19). Sus manos tocan repetidamente cuerpos enfermos o infectados, sus palabras proclaman la justicia, infunden valor a los infelices, conceden el perdón a los pecadores. Al final, él mismo se acerca al nivel más bajo, «despojándose a sí mismo» de su gloria, «tomando la condición de esclavo, asumiendo la semejanza humana y apareciendo en su porte como hombre ... se rebajó a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de cruz» (Flp 2, 7-8).

Así, siente miedo de morir, «Padre, si es posible, ¡aparta de mí este cáliz!», experimenta la soledad con el abandono y la traición de los amigos, penetra en la oscuridad del dolor físico más cruel con la crucifixión e incluso en las tinieblas del silencio del Padre «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» y llega al precipicio último de cada hombre, el de la muerte («dando un fuerte grito, expiró»). Verdaderamente, a él se puede aplicar la definición que Isaías reserva al Siervo del Señor: «varón de dolores y que conoce el sufrimiento» (cf. 53, 3).

Y aún así, también en ese momento extremo, no deja de ser el Hijo de Dios: en su solidaridad de amor y con el sacrificio de sí mismo siembra en el límite y en el mal de la humanidad una semilla de divinidad, o sea, un principio de liberación y de salvación; con su entrega a nosotros circunda de redención el dolor y la muerte, que él asumió y vivió, y abre también para nosotros la aurora de la resurrección. El cristiano tiene, pues, la misión de anunciar esta Palabra divina de esperanza, compartiéndola con los pobres y los que sufren, mediante el testimonio de su fe en el Reino de verdad y vida, de santidad y gracia, de justicia, de amor y paz, mediante la cercanía amorosa que no juzga ni condena, sino que sostiene, ilumina, conforta y perdona, siguiendo las palabras de Cristo: «Vengan a mí, todos los que están fatigados y agobiados, y yo les daré descanso» (Mt 11, 28).

La Biblia, como se suele decir, es «el gran código» de la cultura universal: los artistas, idealmente, han impregnado sus pinceles en ese alfabeto teñido de historias, símbolos, figuras que son las páginas bíblicas; los músicos han tejido sus armonías alrededor de los textos sagrados, especialmente los salmos; los escritores durante siglos han retomado esas antiguas narraciones que se convertían en parábolas existenciales; los poetas se han planteado preguntas sobre los misterios del espíritu, el infinito, el mal, el amor, la muerte y la vida, recogiendo con frecuencia el clamor poético que animaba las páginas bíblicas; los pensadores, los hombres de ciencia y la misma sociedad a menudo tenían como punto de referencia, aunque fuera por contraste, los conceptos espirituales y éticos de la Palabra de Dios.

No obstante, la Palabra de Dios - para usar una significativa imagen paulina - «no está encadenada» (2Tm 2, 9) a una cultura; es más, aspira a atravesar las fronteras y, precisamente el Apóstol fue un artífice excepcional de inculturación del mensaje bíblico dentro de nuevas coordenadas culturales. Es lo que la Iglesia está llamada a hacer también hoy, mediante un proceso delicado pero necesario, que ha recibido un fuerte impulso del magisterio del Papa Benedicto XVI. Tiene que hacer que la Palabra de Dios penetre en la multiplicidad de las culturas y expresarla según sus lenguajes, sus concepciones, sus símbolos y sus tradiciones religiosas. Sin embargo, debe ser capaz de custodiar la sustancia de sus contenidos, vigilando y evitando el riesgo de degeneración.

La Iglesia tiene que hacer brillar los valores que la Palabra de Dios ofrece a otras culturas, de manera que puedan llegar a ser purificadas y fecundadas por ella. Como dijo Juan Pablo II al episcopado de Kenya durante su viaje a África en 1980, «la inculturación será realmente un reflejo de la encarnación del Verbo, cuando una cultura, transformada y regenerada por el Evangelio, produce en su propia tradición expresiones originales de vida, de celebración y de pensamiento cristiano».

Conclusión

«La voz de cielo que yo había oído me habló otra vez y me dijo: "Toma el librito que está abierto en la mano del ángel..."Y el ángel me dijo: "Toma, devóralo; te amargará las entrañas, pero en tu boca será dulce como la miel". Tomé el librito de la mano del ángel y lo devoré; y fue en mi boca dulce como la miel; pero, cuando lo comí, se me amargaron las entrañas» (Ap 10, 8-11).

Hermanos y hermanas de todo el mundo, acojamos también nosotros esta invitación; acerquémonos a la mesa de la Palabra de Dios, para alimentarnos y vivir «no sólo de pan, sino de toda palabra que sale de la boca del Señor» (Dt 8, 3; Mt 4, 4). La Sagrada Escritura - como afirmaba una gran figura de la cultura cristiana - «tiene pasajes adecuados para consolar todas las condiciones humanas y pasajes adecuados para atemorizar en todas las condiciones» (B. Pascal, Pensieri, n. 532 ed. Brunschvicg).

La Palabra de Dios, en efecto, es «más dulce que la miel, más que el jugo de panales» (Sal 19, 11), es «antorcha para mis pasos, luz para mi sendero» (Sal 119, 105), pero también «como el fuego y como un martillo que golpea la peña» (Jr 23, 29). Es como una lluvia que empapa la tierra, la fecunda y la hace germinar, haciendo florecer de este modo también la aridez de nuestros desiertos espirituales (cf. Is 55, 10-11). Pero también es «viva, eficaz y más cortante que una espada de dos filos. Penetra hasta la división entre alma y espíritu, articulaciones y médulas; y discierne sentimientos y pensamientos del corazón» (Hb 4, 12).

Nuestra mirada se dirige con afecto a todos los estudiosos, a los catequistas y otros servidores de la Palabra de Dios para expresarles nuestra gratitud más intensa y cordial por su precioso e importante ministerio. Nos dirigimos también a nuestros hermanos y hermanas perseguidos o asesinados a causa de la Palabra de Dios y el testimonio que dan al Señor Jesús (cf. Ap 6, 9): como testigos y mártires nos cuentan “la fuerza de la palabra” (Rm 1, 16), origen de su fe, su esperanza y su amor por Dios y por los hombres.

Hagamos ahora silencio para escuchar con eficacia la Palabra del Señor y mantengamos el silencio luego de la escucha porque seguirá habitando, viviendo en nosotros y hablándonos. Hagámosla resonar al principio de nuestro día, para que Dios tenga la primera palabra y dejémosla que resuene dentro de nosotros por la noche, para que la última palabra sea de Dios.

Actividades:

  •  Compartir en grupo el fruto de la lectura:
¿Escuchar y acoger la Palabra me ha puesto en estado de misión-Testigo(a)?

·         Compartir cuáles son los ámbitos específicos en los que me siento enviado(a).

  • Leer meditativamente el texto de Lc 4, 16.

Devolver al facilitador:
Escribe en no más de una página lo que más te haya llamado la atención del Sínodo sobre la Palabra, y una aplicación a tu vida personal y a tu servicio pastoral.



[1] Esta primera parte está tomada del “instrumentumlaboris” “LA PALABRA DE DIOS EN LA VIDA Y EN LA MISIÓN DE LA IGLESIA” No. 43.

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